Alejandro Vásquez
ELLA LEE CUENTOS
Miro por la ventana el suspiro del día. La tarde carraspea. Anuncia su
presencia. El sol comienza a meterse en una hamaca colgada en los extremos de
la raya del horizonte. No le preocupa en absoluto que alguien le levante el
vestido a la luna. Un tinte rojiamarillento embadurna el lago. Un barco negro
con una franja roja, brama frente a unas luces recién nacidas de un complejo
industrial petroquímico.
Seguramente impregna las aguas cercanas con sus aromas de ultramar Un pájaro insiste en hacer su nido en el alero de mi casa. La otra ¿pájara?, lo perturba para que desista de su intensión alocada. No postergo más, escribir cuatro vocales entretejidas con una vasija de consonantes. Revuelvo fragmentos de memoria, relatos sucedidos. Engarzo aquel de un profesor que llevaba textos literarios a su clase de fotografía en la universidad. En los intersticios de la cátedra, leía impunemente. Disfrutaba. De manera arbitraria, hacía que alguien del grupo leyera también. Después sabría que la lectura inmediata la haría la muchacha de miel, olorosa a neblina, a fogón, a noche de jueves. Ella agujereaba el silencio con el libro entre sus dedos, sobre las piernas, posiblemente entontecido por el aletear cálido que salía del vestido. Tal vez leía algo sobre unos gallos que se despedazaban en un palenque en México, o algo similar, de un autor que suspiraba por ser Piel Roja. En literatura era neófita como una bandada de perdices en el asfalto efervescente de la ciudad. Allí nacía su entusiasmo. Su emoción al leer. La voz de la muchacha se oía como lluvia sobre tejado de zinc. Como runruneo del viento entre los alcornoques de la sabana Y uno espejeándose en sus ojos que solamente tenían enfoque para el libro que leía. Al tintinear el último sonido con lo narrado, levantaba su rostro. Buscaba aprobación. Sentir que nos había seducido. Su cabello ensortijado y rubicundo retozaba con el aletear del ventilador que se desgajaba del techo. Posiblemente suspirábamos. Luego, todo terminaba. Venían otras lunas. Otros soles que se recostaban al hilo del horizonte. Otros barcos andantes. Otras petroquímicas con luces. Otros pájaros zurciendo cobijos bordeline.
Seguramente impregna las aguas cercanas con sus aromas de ultramar Un pájaro insiste en hacer su nido en el alero de mi casa. La otra ¿pájara?, lo perturba para que desista de su intensión alocada. No postergo más, escribir cuatro vocales entretejidas con una vasija de consonantes. Revuelvo fragmentos de memoria, relatos sucedidos. Engarzo aquel de un profesor que llevaba textos literarios a su clase de fotografía en la universidad. En los intersticios de la cátedra, leía impunemente. Disfrutaba. De manera arbitraria, hacía que alguien del grupo leyera también. Después sabría que la lectura inmediata la haría la muchacha de miel, olorosa a neblina, a fogón, a noche de jueves. Ella agujereaba el silencio con el libro entre sus dedos, sobre las piernas, posiblemente entontecido por el aletear cálido que salía del vestido. Tal vez leía algo sobre unos gallos que se despedazaban en un palenque en México, o algo similar, de un autor que suspiraba por ser Piel Roja. En literatura era neófita como una bandada de perdices en el asfalto efervescente de la ciudad. Allí nacía su entusiasmo. Su emoción al leer. La voz de la muchacha se oía como lluvia sobre tejado de zinc. Como runruneo del viento entre los alcornoques de la sabana Y uno espejeándose en sus ojos que solamente tenían enfoque para el libro que leía. Al tintinear el último sonido con lo narrado, levantaba su rostro. Buscaba aprobación. Sentir que nos había seducido. Su cabello ensortijado y rubicundo retozaba con el aletear del ventilador que se desgajaba del techo. Posiblemente suspirábamos. Luego, todo terminaba. Venían otras lunas. Otros soles que se recostaban al hilo del horizonte. Otros barcos andantes. Otras petroquímicas con luces. Otros pájaros zurciendo cobijos bordeline.
Una mañana pálida, llegó la muchacha del nido de alambres sensuales en su boca. La ex lectora. Esparció afectos a todos los inquilinos de aquella oficina con semblanza de anime. Contó ligeramente sus andares en otros territorios. Intercambió teléfonos y se marchó. La oficina se sintió grandota y con ojeras. Canallamente insípida. En su rastro, sentimos las cabalgatas tibias de lecturas idas, porque eran eso, un tropel de erotismo. Un palabreo danzando sobre ansias de poseernos colectivamente. Por ese flashazo del pasado, deseamos abruptamente, atravesar puentes sobre riachuelos perezosos de llegar al mar, correr sobre asfalto paralelo a montes pluriverdosos, detrás del humo de los escapes de otros vehículos. Olvidarnos de los bachacos que trizaban hierba en la orilla de la carretera. Embestir las cuestas, azuzados por el gorgojeo espurio de los grillos. Todo eso, para llegar a los solares de la muchacha que nos leía cuentos. Para alcanzar la estatura de sus labios. Y entre sonidos de cuentos enmontañados y vinos, tragar fragmentos de su saliva. Oír nuevamente la lluvia sobre tejados de zinc.
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